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viernes, 12 de abril de 2013

LE PETIT PRINCE




CIUDAD DE LA ESPERANZA



 
Las afueras de Duarte, estado de California, son un lugar reseco, resquebrajado, llano, desnudo. Canteras y minas a cielo abierto. Rondan los camiones de sol a sol. La gente de los pueblos cercanos lo llama “el roquedal”. La “Ciudad de la Esperanza”, un instituto dedicado a curar e investigar el cáncer, está rodeado de rocas y fábricas de cemento. Proporciona a casi todo el pueblo un tipo u otro de trabajo. Médicos famosos y especialistas del mundo entero van a visitar ese centro para ponerse al día en las técnicas más avanzadas. Hacen muchos experimentos con animales. Toda clase de animales, desde ratas hasta hamsters y perros. A todos ellos les inyectan o les dan de comer bacterias que transmiten el cáncer, y luego mueren lentamente y los operan los médicos famosos y después queman sus cadáveres en unos incineradores enormes. El humo y el hedor de la muerte flotan casi siempre sobre Duarte. Un chico que se llama Jaimie Lee se encarga de los galgos que usan para los experimentos. Los guardan en una perrera especial que está separada del edificio médico, en medio de un solar desnudo. El chico llega cada mañana a las seis y media en punto en su Chevrolet del 51, se pone una bata blanca muy larga y unos guantes de goma y unas botas también de goma, y se pone a trabajar. Tiene más de veinticinco galgos pura raza, criados en Arizona y traídos de allí. Cada vez que muere uno de ellos le dan otro al día siguiente para que ocupe su lugar. Jaimie tiene que cambiar los galgos de las perreras sucias a las limpias. Luego empuja las meadas y cagadas y vómitos con el agua de la manguera hacia una cloaca. A veces, cuando los perros llevan una marca especial de color rojo o amarillo en el collar, tiene que reservar su mierda, meterla en una fiambrera y guardarla en el nevera para que la estudie el médico japonés. Luego da de comer y beber a todos los perros, menos a algunos que también llevan una marca especial, que son los que van a matar y operar ese mismo día. Si por la mañana encuentra algún perro muerto tiene que telefonear a la oficina principal, notificar al médico de guardia, envolver con plástico el perro muerto y meterlo en una nevera muy grande. Jaimie acaba conociendo individualmente a todos los perros que tiene a su cargo y les pone nombres, por que cuando llegan sólo tienen un número. Al cabo de dos o tres semanas le tratan ya como un amigo. En cuanto oyen que se acerca su coche por la mañana, los veinticinco perros se ponen a ladrar como locos. Baja por el pasillo de cemento y habla con cada uno de ellos y les da a todos unos golpecitos en la cabeza. Ha notado que al cabo de una semana de estar allí se quedan flacos y se les ven todos los huesos, a pesar de que al llegar estaban ágiles y sanos. Por la tarde pasan los médicos para ponerles la inyección de veneno. Jaimie tiene un perro favotiro al que llama “Swaps”. Le puso ese nombre porque un día lo soltó para que corriese un poco por el solar vacío y le pareció increíble que fuese tan rápido y tan bello. De modo que le puso el mismo nombre que el de su caballo de carreras preferidos. Lo primero que llamó la atención de Jaimie fue el color de Swaps. Un color rojo oscuro con manchas negras, atigradas. Consiguió averiguar que Swaps procedía de un criadero de Arizona que pensaba dedicarlo a las carreras, pero como se engordó más de la cuenta decidió enviarlo a la “Ciudad de la Esperanza”. Jaimie sabía que si alguna vez le sorprendían dejando que uno de los perros corriera por el solar le despedirían. Pero no le importaba. A Swaps le encantaba correr y a Jaimie le encantaba verle correr. Regresaba siempre que Jaimie silbaba, y se metía sin protestar en su jaula. Cuando Jaimie sacaba a Swaps los otros perros enloquecían, se ponían a ladrar y aullar y se arrojaban contra la reja. Aquella mañana Jaimie había termiando la peor parte de su trabajo y se fue por Swaps para sacarle a dar una vuelta. Entró en su jaula y swaps se puso a bailar y saltar alrededor de Jaimie y luego se fue a la puerta agitando la cola de alegría. Cuando Jaimie le abrió el paso, salió disparado como unabala hacia la luz del sol. Corrió en anchos círculos a toda velocidad, salpicando polvo y gravilla con las patas a cada paso. Jaimie se quedó mirándole desde la entrada de las perreras. Qué precioso animal salvaje. Jaimie conseguía ver los movimientos de Swaps en cámara lenta. Notaba cada uno de los músculos tensándose y destensándose en los hombros, en las costillas, en las negras patas. La potencia de cada contracción, de cada salto. Las bellas manchas atrigradas cruzando elterreno como destellos. Deseó que Swaps pudiera seguir corriendo eternamente, sin tener que regresar nunca a morir en su jaula. Empezó a imaginarse a Swaps muerto. Vio su cadáver al amanecer. Imaginó que tendría que envolverlo en plástico y meterlo en la nevera. Y vio al médico japonés abriéndolo con precisión e indiferencia para examinarlo por dentro. Y luego él mismo tendría que recoger sus despojos y quemar el cuerpo mutilado. Los otros perros ladraban ahora con más fuerza desde la perrera. Le pareció que más que otras veces. Cada ladrido le regañaba. Tiraba de él. Exigía. Pedía espacio para correr. Se volvió, entró, y contempló la penosa imagen del pasillo de cemento gris con sus pequeñas bombillas eléctricas. Se dirigió a la primera jaula y quitó el cerrojo, abrió la puerta y salió disparado un perro al que él llamaba Silky, que inmediatamente corrió hacia el exterior. Luego abrió la siguiente. Otro perro salió corriendo, y otro y otro. Recorrió así todo el pasillo, hasta que todas las jaulas quedaron vacías. Allí dentro no quedaba nadie más que Jaimie, con el olor a cemento húmedo metido en la nariz. Salió, y vio al majestuoso Swaps. Era eljefe de la manada. Los demás se amontonaban y bailaban a su alrededor. Jaimie se quitó la bata, los guantes y las botas, y lo arrojó todo a la basura. Swaps observaba desde lejos todos los movimientos de Jaimie, que subió a su coche y partió carretera abajo. Swaps iba pisándole los talones seguido de todos los demás perros. Jaimie vio por su retrovisor a los veinticinco galgos. Una hilera que se estiraba por la carretera. Iba a sesenta kilómetros por hora, y los perros no se quedaban rezagados. Sonrió y giró a la derecha para atravesar la puerta principal de la “Ciudad de la Esperanza”, con el rótulo con letras grandes en lo alto de la arcada. Tersos céspedes bien recortados y edificios inmaculadamente blancos. Las enfermeras que paseaban a los pacientes en sillas de ruedas frenaron en seco para ver la procesión. Los perros atravesaron los céspedes, los pasillos separándose del grueso del grupo para luego reunirse otra vez con él. Swaps se mantuvo siempre a la cabeza, tratando de alcanzar el coche de Jaimie. Los médicos se quedaron helados, boquiabiertos, y algunos corrieron a esconderse. Luego Jaimie torció a la izquierda y se dirigió al hipermercado Safeway. Después pasó por delante del banco, de la oficina de correos, de la biblioteca y el parque. Parecía que los perros no fueran a cansarse jamás. Ninguna carrera les parecía suficiente. Jaimie se dirigió ahora hacia Azusa. Luego hacia Cucamunga y Upland y los viñedos. Fue allí donde los perdió. A todos, menos a Swaps, al que conservó a su lado, como su mejor amigo.













Extraído de Hanw Moon
Performings Arts Journal Publications, 1973.
Sam Shepard.



CHINA TOWN



miércoles, 30 de enero de 2013

LA LLEGADA DE LA SABIDURÍA CON EL TIEMPO




Aunque las hojas sean muchas, la
raíz es sólo una.
A través de los mentirosos días de
mi juventud mecí al sol mis hojas
y mis flores.
Ahora puedo marchitarme en la
verdad.
W. B. YEATS


La escoba de otoño barría con furia Temple Villas. Old M. cerró la cancela de su jardín de ortigas, aquel verde sombrío que lo irritaba como un pecado, pues le hacía decir: "Está bien, papá. Mañana arrancaré las malas hierbas para que retoñen tus siemprevivas. Sí, claro, ya veo cómo lucen los malditos rosales de la señora O'Leary." Así que echó el pasador como quien suelta el badajo de una campana y emprendió,
sin aliento, la cuesta arriba, desenredando los pies entre las hilas ajadas del viento.
Había cambio de turno en la prisión de Arbour Hill. Old M. saludó al guardia señor Eyre, quien por lo visto era algo pariente por parte de los de Galway, y que tenía un hermano cura y otro también atravesado, un tal Bill, inquilino ahí mismo, eso había oído, lo que son las cosas, uno por dentro y otro por fuera. La cuestión es darse trabajo unos a otros.
Esperaba un evasivo gruñido de respuesta, pero el guardia señor Eyre lo miró con atención y luego dijo con el tono solemne de quien recica un viejo salmo:
"Aunque las hojas sean muchas, la raíz es sólo una".
También él reparó en el remolino de hojarasca, en aquella danza alocada del inquieto espantapájaros que vislumbra el invierno. Giraba al azar entre los prados, por el atrio de la iglesia que lindaba con la cárcel, y luego se alejaba, con un vuelo arrastrado de zancudo, por entre las lápidas del Cementerio de los Héroes, donde estaba el túmulo de los fusilados en 1917. Parte de las hojas se perdían por el camino, y volaban
sueltas como gorriones desnortados.
"Sí, señor. La raíz es sólo una", repitió Old M., muy satisfecho de que el señor Eyre lo hubiese hecho partícipe de una observación de tanto calibre.
Ahora el señor Eyre miró aún más alto y sentenció con el peso en la voz: "Y la noche está
al caer".
"Sí, la noche está al caer", asintió Old M., como si notara ya sus garras de gata en los hombros.
Sin más, el señor Eyre se metió en el coche y arrancó veloz. Y la noche toda, tal como él temía, cayó sobre Old M.
Él apuró el paso hacia Manor Street, buscando amparo en el bullicio, pero ya en la esquina, Options, la peluquería, sí señor, para perder la cabeza con la rubia esa que corta el pelo, de buena gana entraría, pero el barbero Mullen, esa lengua de navaja afilada, lo tenía atemorizado. Podía oírlo: "¿Sabéis? Old Orejas Grandes se pasó al otro lado, ¡je, je!" Fue lo que hizo con Tom O'Grady, eso que es camionero, y él, Old
M., riéndole la gracia para que no pensara que. Y es que cuando se refería a las peluqueras, el barbero Mullen se ponía un poco agresivo y chasqueaba la tijera tras la nuca del cliente como un amenazador milano metálico.
"¿Qué me dices del plumero de Tom? ¿Quién iba a pensarlo? Ya somos pocos, Old. El mundo lleno de gilipollas y todas las tías, todas, Old, esperando a que llegue un tío de verdad, un tío como tú y como yo, Old, con un par de cojones, y apretarlas así, contra la pared, con una polla que embista, nada de viento, Old, eso es lo que quiere una tía, Old, que le des caña y la dejes mansa, agotada, en su sitio, Old, eso es lo que quiere una tía."
Chic, chic, el pico asesino dé la tijera. Así que decidió no meterse en complicaciones y dirigirse directamente al pub Glimmer. Pero ya entonces notó que estaba encadenado en los pasos que había dejado en Arbour Hill, como en un grillete de viento. Y miró hacia atrás, y encontró a aquel perro flaco y orejudo, moteado de
blanco y negro. Paró, y el perro también. Sus orejas, desde luego, eran largas, y colgaban como una bufanda. Anduvo otro poco, y el perro le siguió el paso. Old M. volvió a detenerse, y el perro hizo lo mismo. El animal le resultaba desconocido, pero esa estrañeza no parecía correspondida. Cuando lo llamó, de una forma tan impersonal como puede ser "Ven, chucho, ven", lo acarició en la nuca. La piel era áspera como estropajo y parecía tan insensible como la sábana del forense. Para expresarle afecto tendría que darle una patadita en el hocico. Y eso fue lo que hizo.
El letrero de Glimmer pasó a ocupar el centro de su atención. Olvidó el perro y cruzó la calle esquivando luces.A esa hora aún estaba solo en la barra. La blusa de Maggie dejaba transparentar la lencería
de los senos. Le gustaba mucho aquella primera pinta de cerveza, cuando el local estaba tan desnudo de humos como la cabeza y las baladas parecían salir de un grifo de agua.
"Hace viento, ¿eh, Old?", dijo Maggie, cruzando los brazos justamente por donde él lo
haría si pudiese."Sí que hace". Y añadió en un tono que a él mismo le resultó misterioso:
"Aunque las hojas sean muchas, la raíz es sólo una".
Maggie lo miró como si descifrara un enigma. Era algo más de lo que esperaba de Old M., metido siempre, como quien dice, en su propia sombra. Esas cosas se pagan con una sonrisa. Así que se echó sobre la barra, no sin antes mirar a ambos lados por si alguien acechaba, y acercó la cara, los ojos picaros posados en él, talmente como mujer que va a avivar en la chimenea el fuego tibio de la turba.
"En los mentirosos días de mi juventud metí mis flores al sol", dijo Maggie en un dulce suspiro.
Old M. sintió trepar las llamas desde la caldera de sus entrañas. Todos los años de monosílabos ardían ahora amontonados como hojarasca seca. El instante en que la cerveza pasa de una mano a otra, el lazo efímero de un billete o moneda, era todo lo que le unía a aquella mujer. Muchos años al otro lado de la barra, viendo, día a día, cómo cambiaba el pelo, el escote, el color de las uñas. Cada noche puso un anillo en aquellas manos, cuando iba a pagar.
Y ahora las pesas del reloj de pared  del Glimmer movían el Universo.
Maggie se apartó con calma, como empujada por la misma gravedad que había tardado
años en atraerla a su lado. La hiedra de la música, enredada en las volutas de las miradas perdidas. Si Old M. encontrase la palabra, le llamaría nostalgia al humo del Benson que se llevó a los labios. Como si aquel gesto de Maggie fuese de hada o huracán, cada cosa tenía un nuevo sentido, que alcanzaba también a aquello que le había sucedido en el pasado. Al avanzar, el reloj hacía visible un surco antiguo, donde brotaban todos los trastornos. El haber nacido, por ejemplo, había sido hasta hoy una cosa que le producía
vergüenza, un acontecimiento excesivo. No se angustiaba, porque también eso sería exagerado,
un problema añadido, pero procuraba evitar las cosas que le habían causado más vergüenzas.
Una vez sufrió una caída ante el mercado de patatas de Sraid San Micein. La acera estaba helada
y Old M. resbaló y se cayó hacia atrás. Las patatas se salieron de la bolsa y rodaron por la calle como bolas de un billar manejado por el demonio. Evitó para siempre aquel lugar. Para él, así era el dolor de
la vergüenza, semejante al del golpe de una caída en el hueso sacro. El mundo es un escenario donde la
gente vigila para ver quién se cae de culo.
"Tócalos, Old", le había dicho la vendedora de tomates de Moore Street. Y cuando lo hizo, ella gritando por todo lo alto: "No son pollas, Old. Por mucho que los toques no se van a poner duros."
Pero hoy, al salir del Glimmer, Old M. era otro hombre. Ni siquiera le molestó que el señor Morgan le preguntase si aquel perro que lo seguía era suyo.
"No, no es mío, señor Morgan".
"Parece que no comió desde el Año de la Peste. Deberías alimentarlo mejor, Old M."
"La verdad, señor Morgan, es que no esmío".
Y el maldito viejo sordo, dale que dale. "Se lo van a comer las pulgas. A tu padre no le gustaría verlo así."
Old M. miró al perro y el perro lo miró a él. En otro momento, se habría deshecho en explicaciones. Pero, extrañamente, no notaba dolor en el hueso sacro. Una bocanada de viento vino en su ayuda.
"Sabe, señor Morgan, aunque las hojas sean muchas, la raíz es sólo una".
El anciano, pensativo y como intimidado por alguna cosa invisible, prestó atención por vez primera.
"Cierto, muchacho, cierto", dijo antes de perderse por el embudo de la noche.
"Eres flaco y feo", le dijo Old M. al perro cuando se quedaron solos. "¡Dios, qué flaco y qué feo y qué triste eres! Escucha, Orejas Grandes. Ahora Old va a tomar otra al Kavanaght y tú te irás por donde viniste, ¿de acuerdo? Pues venga, ¡largo!"
Se notó raro dando órdenes. Él nunca había tenido a quien dárselas y pensaba, además, que era mejor recibirlas. Toda la vergüenza de una orden le corresponde a quien la da. Se veía en el patio de un cuartel, en los tiempos de la instrucción militar, tirando de una mula. Y allí había un sargento que gritaba ¡Eartbquake!, el nombre del animal, y él, Old, daba un paso, se ponía firme y respondía: "¡Presente!". Sintió un pinchazo como de alfiler en el hueso sacro.
"Venga, vete", le dijo al perro. Se encogió de hombros y entró en el Kavanaght.
"Escucha, Old", dijo Bruton, "todo lo que se dice sobre la carne de cerdo es una trola. ¿Sabes que la carne de cerdo es la mejor para el colesterol? ¿A que no lo sabías, Old?"
Bruton, John Bruton, hoy llevaba corbata y aligeraba el nudo cada vez que bebía un largo trago. Por lo que él sabía, Bruton no tenía ningún interés económico en el sector porcino, así que su entusiasmo merecía la máxima consideración.
"La verdad, señor Bruton, es que los estados de opinión no siempre se sostienen sobre una base, digamos razonable".
John Bruton hizo un gesto de recolocar la corbata y miró a Old M. con una chispa de curiosidad. Se había puesto a hablar con él, en primer lugar, porque no podía estar callado. Y en segundo lugar, porque en aquel momento no había nadie más a mano en la barra del Kavanaght.
"Exacto, Old. Me gusta eso que has dicho. Ahí quería yo llegar. La gente, simplemente, habla de oídas. Hablar por no estar callados. Sí, pero ¿quién te lo dijo? ¡Ah, no sé! ¡Vamos a ver! ¿Por qué la carne de cerdo es mala para el colesterol? ¡Hombre, es lo que se dice por ahí y siempre se ha dicho! Pues a ver ¿quién, cuándo y dónde lo demostró científicamente? Cientíiiiificamente. Esa es la cuestión."
"Sí, señor Bruton. Todo es relativo. El general Grant, un suponer, el que venció a los sudistas en Estados Unidos, bebía todas las noches una botella. O más. Y fueron unos a quejarse al presidente Lincoln, a acusar a Grant de que era un borracho. Y entonces va Lincoln y les dice: 'Señores, quiero saber lo que bebe Grant para mandarles unas cuantas botellas de ésas a todos los demás generales'."
Bruton quedó sorprendido, como si estuviese desgranando la historia. Luego lanzó una estruendosa carcajada y palmeó en la espalda a Old M. "¡Cojonuda, Old! ¡Esa historia es cojonuda! ¿De dónde sacaste esa historia? ¡Es muy buena!"
"He debido de leerla en algún sitio, no sé, me acordé ahora...".
La idea de Old M. con algo que leer en las manos pareció agrandar la sorpresa de Bruton. La  imagen que de él tenía era la de un tipo gris y atontado, incapaz de enhebrar una frase con gracia.
"Está bien leer, Old. Lástima que... ¡Es cojonuda esa historia! Díganme qué bebe Grant para mandarles unas botellas al resto de los generales. Jodidamente buena, Old!"
Acabó su pinta de cerveza, muy animado por el cuento, y llamó al barman. "¡Vamos a tomar otra, Old! ¡Invita Bruton!"
"Gracias, señor Bruton, es muy amable. Pero tengo que irme."
Era la primera vez que alguien, sin que mediara un favor especial, lo invitaba a una ronda. En otras circunstancias, habría aceptado enseguida. Le habría dado vergüenza decir que no, pensar que el señor Bruton se pudiese sentir molesto. No sabía por qué había decidido marcharse, pero
pensó que era el momento y decidió hacerlo.
"Toma la última, Old, fuera hace mucho viento".
Una bandada de pájaros secos y mariposas muertas revoló en su cabeza. Decían: "Aunque
las hojas sean muchas, la raíz es sólo una". Pero él calló. El señor Bruton se colgaría de la frase
como de una percha y prolongaría la velada. Quizás, si no encontrase un eslabón apropiado,
se sentiría humillado.
"Se lo agradezco mucho, señor Bruton. Con mucho gusto, y, si quiere, otro día me tomo
esa pinta."
"Por supuesto, Old, eso está hecho".
"Slán agat, señor Bruton".
"Slán abhaile, Old".
El perro esperaba en la puerta y Old M. tuvo buen cuidado de no asustarlo. Ni siquiera
refunfuñó. Al contrario, se dejó guiar. Bajaron por Manor Street y atajaron, a la altura del colegio de Standhope, por las casas del ayuntamiento. Las farolas proyectaban las dos sombras unidas en un mismo ser de seis patas y orejas larguísimas. Old M. rió. Era la primera vez que se reía de sí mismo y estaba feliz. Y la cómica sombra se volvió hacia él y dijo:
"Ahora puedo marchitarme en la verdad."
Ya en la casa de Temple Villas, abrió la cancela y le franqueó el paso al perro: "Tienes
razón, papá, hasta por la noche lucen los rosales de la señora O'Leary".
Tras ellos, como una bandada de gorriones sorprendidos por la escoba del otoño, entraron todas las hojas secas.


Manuel Rivas, del libro ¿Que me quieres, amor?

miércoles, 9 de enero de 2013

QUÉ ESTOY LEYENDO


Mescalito de Hunter S. Thompson, uno de mis escritores favoritos, por su incorrección, su locura, la velocidad ácida de su prosa.